#5: La crónica y la poesía
A raíz de la reciente publicación de una crónica en la que trabajé, reflexiono sobre ese ese género periodístico y sus similitudes, por definición, con la poesía.
Publicaron hace unos días en Bitácora, revista digital de la universidad EAFIT, una crónica en la que trabajé con mucha dedicación. «Hacerse invisibles para ver a papá» es la historia de la odisea por aire, tierra y mar de la familia Pérez que, como otros dos millones de colombianos entre 1995 y 2005, emigraron del país en busca de mejores oportunidades. En este caso, desde Cartago, Valle, hasta Inglaterra. Se puede leer aquí.
La escritura de ese texto responde a una de las actividades propuestas este semestre en la clase de Periodismo Narrativo que dirige el profesor Juan Gonzalo Betancur en EAFIT.
Pero la escritura fue casi lo último; lo primero fue la lluvia de ideas y de ahí siguieron la toma de decisiones sobre el tema, el acercamiento a las fuentes y ponerse de acuerdo con ellas, realizar las entrevistas en más de nueve horas de conversación, la curaduría de los fragmentos que saldrían en el texto, la escritura —ahí sí—, la edición, las primeras lecturas de personas cercanas y las reescrituras.
Fue un proceso que disfruté mucho, aunque fuera un poco caótico.
También en esa clase leímos algunos capítulos del libro Narradores del caos (2017), de Carlos Mario Correa, en el que se recogen una gran cantidad de definiciones sobre el género de la crónica. Por ejemplo, Correa cita a Martín Caparrós, a quien le gusta «que en la palabra crónica aceche Cronos, el tiempo». «La crónica es un intento siempre fracasado de atrapar el tiempo en que uno vive», dice también.
Correa cuenta que para Luis Tejada, «el mejor cronista era quien sabía encontrar siempre algo maravilloso en lo cotidiano, quien podía hacer trascendente lo efímero y lograba poner la mayor cantidad de eternidad en cada minuto que pasara». Para mí, esa definición del cronista se presta fácilmente para abarcar con claridad, también, los detalles más característicos del género de la crónica periodística —aunque, siendo completamente honesto, esa podría ser también la definición de un gran poeta: ¿no es la poesía el espacio idóneo para la contemplación y el extrañamiento frente a lo cotidiano?—.
Por un lado, lo que Tejada está diciendo es que la crónica es la literatura del ahora, del día a día que a veces puede resultar mundano o poco interesante. Quizás una crónica en particular se enfoque en un hecho sobre el que un cuento o una novela no gastarían páginas; pero eso no significa que se trate de una escritura en vano, o de relleno. La crónica periodística no es otra cosa que un estilo interpretativo que parte de un hecho particular. De ahí que Tejada hable de la virtud del cronista que es capaz de desarrollar no solo un don de la escritura, sino también —y quizás más importante aún— de la mirada.
Por otro lado, Tejada también dice en su definición que la escritura de la crónica implica un esfuerzo por llevar un instante mínimo, perecedero y efímero —como todos los instantes del mundo, que fluyen sin parar— a un plano atemporal y duradero —y por ende, de mayor trascendencia—. De esta forma, una crónica es eficaz cuando logra que el lector se convierta en un testigo de los hechos, que acceda a ellos desde la perspectiva de uno de los protagonistas, como si se tratara del personaje principal de una novela. Decía al respecto Tomás Eloy Martínez, en una conferencia de 1997, que «las noticias mejor contadas son aquellas que revelan, a través de la experiencia de una sola persona, todo lo que hace falta saber».
Otra cita de esa conferencia de Martínez que conversa bien con la definición de Tejada es esta: «Las palabras escritas en los diarios […] son la confirmación de que todo […] sucedió realmente, y sucedió con un lujo de detalles que nuestros sentidos fueron incapaces de abarcar». Entonces está en el cronista saber detenerse en esos detalles, en el color de las superficies, en las gotas de sudor que se deslizan por la cara de los personajes, en el olor de la calle, en el ruido que rodea la escena, en la temperatura del ambiente; para, así, nutrir a cada minuto que se esfuma en el aire de una renovada vitalidad, una eternidad que renace con cada lectura.
Al respecto, Correa suma las palabras de Julio Villanueva Chang: «no importa si eso que escribió queda guardado por años o siglos: en el momento en que alguien lo encuentre y lo lea, todo lo que está descrito allí revivirá». Además del disfrute estético que esto pueda traer, esto tiene un efecto de importancia social: la preservación de la memoria histórica a través del relato. A través de las crónicas de hoy, en el futuro podrán revivirse las dolencias y los hitos del presente, de la misma forma en que accedemos actualmente a las historias que quedaron del pasado y nos inmiscuimos en lugares y situaciones que nunca podríamos haber experimentado de otra forma.
Eso sí, como lo dice Leila Guerriero, citada también por Correa: la crónica necesita de «tiempo para producirse, tiempo para escribirse, y mucho espacio para publicarse». Entonces, otra labor del cronista, y otro mérito para sumar, es la de podar, con pulso despiadado —que le permita navegar los límites de espacio— y sensibilidad delicada —para no renunciar a la poética del instante eterno— todos sus textos antes de ser publicados. Esta partecita es la que a mí, personalmente, más me produce dolores de cabeza.
Volviendo a mi crónica, quiero contar algo que me llamó mucho la atención de las entrevistas. De entrada sabía que el tema de conversación era delicado y los hechos traumáticos, y que hablarlos podría ser difícil, pero nunca imaginé descubrir que entre los protagonistas de la historia nunca habían hablado extensivamente del tema; que nunca se habían contado su propia historia, que entre ellos no había un recuento unificado de los hechos.
Estaba trabajando, entonces, con un relato crudo, directo de la memoria de las fuentes, con incoherencias entre una versión y la otra y vacíos que se iban llenando a medida que recogía testimonios. «¿Qué dijeron mis papás sobre eso?» me preguntaron.
Así me convertí, sin esperarlo, en un puente entre los protagonistas, un puente que ataba los cabos entre la deteriorada memoria de unos adultos que recuerdan su infancia veinte años después y la fiel recolección de otros que, como padres, jamás podrían olvidar lo que vivieron con sus hijos en esas horas angustiantes.
Pienso de nuevo en la definición de crónica de Villanueva Chang. En que llegué yo, dos décadas después, a sacudirle el polvo a unos recuerdos que habían permanecido guardados. En que quizás ni sea necesario que alguien lea el texto para que lo que quedó allí descrito reviva, en que tal vez bastó con haber hecho las preguntas para que ese relato, que todavía estaba por contarse, ocupara un lugar en el mundo.
Comparto a continuación un fragmento de la crónica. Si quieren leerla completa, se encuentra en la web de Bitácora, revista digital de EAFIT, haciendo click aquí.
El conductor había abierto la cortina que separa la cabina en dos —la parte frontal, donde está el timón y su asiento, y la parte trasera, en la que ya había tres personas sentadas, mirando con timidez a sus nuevos compañeros de viaje— para señalar con su mano un espacio angosto entre las sillas y el techo.
Con suficiente optimismo, ese espacio podría verse como una cama discreta, encajada encima de los asientos ocupados, aunque, en realidad, se trate de una repisa estrecha forrada en la misma tapicería que los asientos de abajo. Los niños obedecen y se acuestan, como pueden, ahí adentro.
Cecilia, la madre, se sienta en uno de los asientos debajo de la repisa y cierra los ojos. Cuando los vuelve a abrir han extendido la cortina por completo y cree tenerlos todavía cerrados.
Ahora las luces de los faroles que entraban por el parabrisas se pierden en la cortina antes de iluminar la cabina oculta. Ya desde adentro no se ve el asiento del conductor, ni el camino adelante, ni siquiera la punta de los propios zapatos.
Solo queda escuchar el motor del camión encendido y tratar de distinguir su movimiento en el ruido de los neumáticos sobre el asfalto, del tráfico fluyendo a los lados. Imaginar el trayecto de un camión en el que ella y sus hijos son invisibles, y desear la tranquilidad de una noche que ahora guarda un secreto.
Mientras tanto, en Londres, su esposo —y padre de los niños— los espera ansioso.
De más está decir —pero no me voy a quedar con las ganas— que me alegra volver a hacer periodismo, y hacerlo escribiendo.