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La crisálida de Horacio González Desde la portada, en que por obra y gracia de un diseñador lógico —pero no por ello menos intuitivo— una variopinta mariposa sobrevuela las tensiones potenciales de conversión entre las palabras dialéctica y metamorfosis, La crisálida de González es una cuña incrustada en las fisuras del pensamiento, una invocación a los dioses y demonios de esa argucia que más de una vez —metamorfosis mediante— ha logrado convertir lo concreto en abstracto, lo subjetivo en objeto de manipulaciones. De Ovidio a Heidegger y Lévi Strauss, de Kafka hasta nuestros Del Barco y Rozitchner, La Crisálida es un columpio con que el “horacismo” se hamaca luminoso entre las imbricadas formas del pensar, palpando los nervios del tiempo como quien hace manualidades, como el orfebre que convierte dudas y silencios —saberes plebeyos— en vasijas de barro pertinaz. En un pasaje memorable del Infierno de la Divina comedia, Dante describe con sublime maestría la metamorfosis de dos hombres que se convierten en serpientes y de otros dos que dejan su cuerpo de reptil para pasar a ser hombres. Así Horacio González pasa de la exuberancia a la profundidad y de la profundidad a la exuberancia con la misma destreza, sin límites; son pases de galantería, verónicas hechas en un territorio que domina y provoca hasta conseguir extraerle lo que ocultaba bajo el camuflaje de lecturas instituidas. La palabra de González se abre cancha entre el follaje enciclopédico para interpelar al pensamiento y sus accidentes topográficos, sus onomásticas cifradas, y de ese modo desautorizar remanidas versiones oficiales y mostrar el límite en que una cosa deja de ser lo que es para convertirse en otra (¿qué cosas se pierden en ese pasaje, cuánto de nosotros queda en el camino?), y lo hace como quien muestra el huevo de la serpiente, entregado al ojo humano por sus transparencias irredimibles. Así La crisálida desnuda y escarba la relación de los hombres con la historia y la naturaleza, confiado en que los hechos, “que nunca aparecen despojados de un pathos entregador”, develarán lo que de nosotros había bajo los ropajes de la dialéctica que a la vez muestra y oculta en la causalidad de los procesos del devenir histórico. “¿Hay alguna vez una forma que sea justa?”. La metamorfosis y la dialéctica son recuperadas por Horacio como retóricas fundantes del pensar. La metamorfosis como un saber-juego en que las formas se vuelven provisorias y mutables, “hablando en las pausas de la dialéctica, cuando esta disminuye el tono de su voz”. La dialéctica, por su parte, como la sucesión de un proceso perpetuo que enfrenta su propio duelo, el de superar su proceder trágico; y es en ese desafío que de la mano de Horacio uno llega a ver –y discutir– la sombra del viejo Hegel, sobrevolando y construyendo las formas modernas de la dialéctica. Esa es la doble materia prima con la que se elabora la tesis del pensar que domina los seis textos del libro, desde el prólogo al epílogo. Difícilmente, el saber triunfante, logre tan merecido ajusticiamiento como el que le propina La Crisálida por medio de la profusión descontrolada y la poesía infinita con que fue escrito, para vengar y revivir una sabiduría escamoteada, nuestra. Podría decirse que en este libro, Horacio González confirma con tono personal lo que ya había rubricado en Restos Pampeanos, Arlt, y La ética picaresca: ser uno de los pensadores más singulares, profundos y argentinos de esta Argentina reticente a este tipo de confirmaciones tantas veces conjuradas por la dialéctica profana del acontecer político e indecorosas mezquindades. En el polo opuesto a esa argentinidad acomodaticia, González, desafiante, abre la palabra a un riesgo que asume con su cuerpo, con su vida. Esa es, por suerte no tan incipientemente, ya una escuela; lo que Christian Ferrer con afecto infinito y noble pleitesía llamó el “horacismo”. Fernando Peirone Publicado en setiembre de 2001 en el Nº 53 de la Revista Lote