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La seducción del abismo. Una mirada retrospectiva a las fuentes de la ansiedad y la depresión en el mundo globalizado The Seduction of the Abyss. A retrospective glance at the sources of anxiety and depression in the Globalized World Mariana E. Reyna Chávez1 Carlos Noyola Juárez2 Resumen El artículo presenta una revisión somera de las representaciones culturales del sufrimiento psíquico vigentes entre los siglos XVIII y XIX. Traza un puente entre éstas y las categorías psicopatológicas acuñadas en la transición hacia el siglo XX, que dan cuenta de los modos de padecer que hoy se identifican como trastornos ansiosos y depresivos. Desde los marcos de la historia intelectual y la historia de los saberes psi, el texto es una invitación a pensar en las transformaciones subjetivas que se han afianzado en el mundo desde la década de 1980, con el apogeo del neoliberalismo y los avances de la era digital. Palabras clave: depresión, ansiedad, globalización, sufrimiento psíquico, historia Abstract The article presents a brief review of the cultural representations of mental suffering in use between the 18th and 19th centuries. It draws a bridge between psychopathological categories coined in the transition to the 20th century that refer to the modes of suffering that today are identified as anxiety and depressive disorders. From the frameworks of Intellectual History and the History of Psy Cultures, this text is an invitation to look into the subjective transformations that have taken hold in the world since the decade of 1980, with the rise of neoliberalism and the technological advances of the digital age. Mariana Reyna es profesora de Filosofía e Historia de la Ciencia y de Historia Intelectual en la ENES UNAM-Morelia. Sus líneas de investigación se enfocan en la Historia de los saberes psi en México y América Latina, movimientos sociales, cultura política y procesos de subjetivación en las sociedades neoliberales. 2 Carlos Noyola Juárez es doctor en Historia por el Instituto de Investigaciones Históricas, se ha especializado en la Historia de los saberes psi en México y Latinoamérica. Ha publicado diversos artículos relacionados con la historia del psicoanálisis en México, la relación entre capitalismo y trastornos mentales y la violencia en México. 1 -55- 56 Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades Keywords: depression, anxiety, globalization, psychic pain, history Introducción En el mundo contemporáneo son permanentes los flujos de retroalimentación entre los sucesos que determinan el curso de las realidades locales y aquellos que generan impacto en la dinámica global. La trama intersubjetiva que vertebra nuestras relaciones con los otros, con el tejido simbólico y cultural, se ha vuelto quizás más tangible para todos después de haber atravesado la experiencia de la más reciente pandemia. En medio de la proliferación de fantasías tecnológicas y de vencer a la vejez, ahora recordamos que somos frágiles y confirmamos la materialidad de la interdependencia. Lo cierto es que el acontecimiento traumático – la entrada en escena de un novel coronavirus – trastocó el orden cotidiano y nos obliga a reconsiderar las consecuencias de sostener un sistema económico afincado en la explotación voraz de todos los recursos que conforman la red de la vida. Una manera de tomar el pulso de las tendencias que marcan el Zeitgeist de nuestra época es observar los significantes que se eligen para otorgar algo de sentido a nuestra existencia y a nuestros quehaceres, pero también al horizonte político que vamos construyendo. Cada que culmina un ciclo gregoriano, el diccionario de Oxford elige una palabra o expresión que refleje las inquietudes de los usuarios de internet y que contenga el potencial de adquirir una resonancia cultural significativa. En 2016, en el marco del triunfo del Brexit en Gran Bretaña y de Donald Trump en Estados Unidos, se reivindicó “posverdad” como palabra del año. El origen del término puede rastrearse hasta la década de 1990 e indica que “los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y la creencia personal” (Fowks, 2018, p. 149). El equipo de lingüistas de Oxford acierta al subrayar que resulta insoslayable poner atención en dicho fenómeno porque hoy es visible en todos los recovecos de la World Wide Web y, cada vez más frecuentemente, en la estructura política de nuestras sociedades. Las manifestaciones de esta postura intransigente, reforzadora de sesgos cognitivos y que otorga más crédito a los prejuicios que a los datos, también fueron advertidas por el documentalista británico Adam Curtis en “Hypernormalization” (2016), un crudo ensayo visual que busca identificar las transformaciones que apuntaló el modelo neoliberal en el campo de la política cultural y en las subjetividades desde las últimas décadas del siglo XX. Curtis Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades comparte un diagnóstico desolador con un compatriota suyo, Mark Fisher (2017), quien acuñó la categoría de “realismo capitalista” para dar cuenta de la actitud condescendiente y apática que prevalece entre las nuevas generaciones, aun cuando les están arrebatando derechos conquistados en etapas históricas previas por sus antecesores. Ambos pensadores detectan un rasgo que cruza todas las capas sociales en estos tiempos de perplejidad: la incapacidad para indignarse ante la imperante precarización. Lo preconizó hace décadas la Dama de Hierro. Margaret Thatcher instaló en el imaginario colectivo la consigna de que la batalla en defensa del neoliberalismo iba más allá de la esfera económica: se trataba de conquistar el alma. Si, en efecto, las tácticas neoliberales dieron resultado, y hemos interiorizado a tal grado la convicción de que “no hay alternativa”, la creencia de que esta es la única realidad posible para nosotros, entonces la seducción del abismo está a la orden del día. No es secreto para nadie que los trastornos mentales y los padecimientos afectivos han despuntado y que no parece haber tregua en nuestro futuro inmediato. Aunque se pueden encontrar reportajes periodísticos que intentan despertar interés sobre el incremento de los suicidios entre los más jóvenes, es un problema que todavía está por dimensionarse y atenderse en el plano de las políticas públicas. Es una pandemia oculta que trata de paliarse con excesiva medicación, sin explorar seriamente sus aristas socio-culturales. Es necesario admitir que se han movilizado fuerzas de transformación muy poderosas en esta era digital, pero con ellas parecen surgir resortes que, al tiempo que sentimos avanzar, por ejemplo, en el territorio de la tecnología, nos hunden en atmósferas afectivas demasiado cargadas y asfixiantes. En 2022, el diccionario de Oxford – otra vez con tino – escogió “goblin mode” (modo duende), por encima de “metaverso”, para describir cierta disposición emocional dominante. Apuntaron que el término fue visto inicialmente en redes en 2009, pero adquirió relevancia inusitada en el curso del confinamiento al que fuimos sometidos. Así, entrar en “modo duende” significa actuar de forma auto-complaciente y descuidada, perezosa, ambiciosa y glotona, despreciando las expectativas, la normatividad y los estándares de belleza difundidos por los medios masivos de comunicación. Algo de la presión social que llevamos sobre nuestros hombros en la actualidad está produciendo un reverso, y los individuos reportan la sensación de quedar rebasados por las exigencias que se impusieron con la “vuelta a la 58 Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades normalidad”. No somos los mismos que hace cuarenta años; es evidente que hubo cambios en las modalidades de subjetivación. Quizás para comprender lo que ocurrió en este trayecto sea de provecho extender, aunque sea por un momento, el alcance de la mirada y de la reflexión a otras temporalidades y otras discusiones sobre los modos de padecer que hoy identificamos como trastornos ansiosos y depresivos, que tanto agotamiento provocan a las mentes de nuestra generación. Esbozo arqueológico del naufragio o una historia del desastre “Abarcar el espacio es negociar con el vacío”. Bruno Darío. A finales del siglo XIX, la neurosis se constituyó como categoría clínica en torno a dos grandes polos de discusión. El freudiano, que establecía como base de la experiencia neurótica la culpabilidad, que hacía que compareciera un sujeto divido por un conflicto psíquico fuera del radio de su comprensión, pero manifestado por medio de un sinfín de formaciones del inconsciente. Un sujeto conflictuado pues por su deseo, oscilando entre lo que le era permitido y lo que tenía prohibido. En el otro polo, se sostenía la noción defendida por el psiquiatra francés Pierre Janet, acérrimo detractor de Freud, que rescataba al sujeto marcado por una debilidad hereditaria que estrechaba su campo de conciencia. En el pensamiento de Janet no resultaba operativo subrayar un conflicto psíquico; antes bien se trataba de justificar una cierta insuficiencia del individuo, que terminaba alejándolo de los parámetros deseados de normalidad. Ya adelantado el siglo XX, estos dos modelos clínicos se colocaron en el centro del debate desplegado en el terreno de la psicopatología, con el fin de establecer los síntomas de lo que vendría a ser nombrado “trastorno depresivo”, pero se hubo de acudir, así mismo, a otras clasificaciones de larga data, como la neurastenia y la melancolía. El neuropsiquiatra mexicano Jesús RamírezBermúdez (2022) ha sugerido que es relevante conocer la dimensión del padecer como una noción legítima de lo patológico, donde convergen la cultura médica, la cultura popular y la cultura de las humanidades. Es en este punto donde puede que convenga hacer el esfuerzo de plantear contrapuntos entre las representaciones del sufrimiento psíquico que se fueron instalando en nuestros Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades esquemas de percepción a lo largo del tiempo. Proponemos embarcarnos pues en un esbozo de historización en torno del desastre. ¿Nos acompañas? La melancolía solía ser equiparada a la tuberculosis. Eran enfermedades que habían adquirido un halo mítico en las representaciones culturales, ya que se les vinculaba con la creación y la sensibilidad. Se pensó que lindaban con la espiritualización del saber porque afectaban a hombres de genio. El melancólico era una figura que encarnaba la tristeza y la profundidad, razón por la cual su figura fue promovida en ambientes bohemios y literarios. Entre finales del siglo XVIII y principios del XIX surgió una concepción de la melancolía que quedó plasmada en la literatura del Romanticismo, destacando la experiencia afectiva, la tendencia a la soledad y al retraimiento de un mundo que se percibía extraño y decepcionante. Así, la huida del mundo se convierte en un tópico recurrente entre poetas, filósofos y escritores, ensalzando la presencia de un sujeto que vive angustiosamente sus propias emociones. En 1783 – siete años después de su muerte – apareció publicado el tratado que David Hume había dedicado al tema del suicidio. El ensayo había sido redactado alrededor del año de 1756, pero el temor a la censura oficial obligó tanto a Hume como a su editor a retirar el escrito de un libro que contenía otros textos, y que estaba próximo a publicarse. La postura que asumía Hume justificaba sus temores (Muñoz, 2002). Más allá de la visión religiosa, que lo consideraba como un atentado contra Dios y contra la sociedad, Hume veía en el suicidio un acto de libertad. La discusión estaba abierta y continuaría circulando entre las reflexiones que fueron parte de la Ilustración. A las meditaciones de Hume se sumarían las de Rousseau en su novela epistolar Julia, o la nueva Eloísa y, dos años antes del fallecimiento de Hume, fue editada Las penas del joven Werther. La novela epistolar de Goethe anticipaba el auge del Romanticismo, que apostaba por la exaltación de los sentimientos y de la individualidad. Cuando por una decepción amorosa el joven Werther decide poner fin a su vida, sus cartas quedan como testimonio de sus desventuras y la popularización de esa historia contribuyó a consolidar una propensión a explicar el acto suicida con base en los rasgos que presuntamente aquejaban al melancólico. Tenemos entonces que, durante esa transición entre siglos, colmada de expresiones intelectuales y de transformaciones socio-culturales, la idea que se tenía del suicidio orbitó entre la visión de pecado sostenida por la Iglesia, la acción libre y racional de un individuo, de acuerdo con Hume, y la decisión 60 Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades voluntaria y pasional, que popularizara Goethe. A contraluz del estigma del pecado, se colocaba la libertad jurídica y moral del individuo y, más tarde, el vitalismo también aportaría sus propios juicios al poner en el centro la voluntad de vivir. Dos personajes literarios del siglo XX que ejemplifican los contornos complejos de la melancolía son Bartleby, – personaje creado por Herman Melville – y el artista del hambre, – de Kafka –. Reflejan no solo esta caracterización del padecer que se elaboró desde la literatura, sino la manera en que desde esa trinchera se esgrimió una visión romántica en torno del retraimiento melancólico, que lo ensalzaba por considerar que podía llegar a impugnar el capitalismo y el vértigo de la vida moderna. Tanto Gilles Deleuze como Slavoj Žižek han revisitado el cuento de Melville. El análisis de estos filósofos gira alrededor de la fórmula que utiliza Bartleby para lidiar con el orden simbólico, en concreto con su expresión recurrente: “preferiría no”. Con Deleuze (2004), Bartleby queda en la línea del loco sublime, por lo menos en la posición de aquel que con sus actos impugna ese mundo en el que no se reconoce, y mina desde abajo el orden existente. Es desde esa óptica un loco que linda en la anorexia y, al final de sus días, prefiere no comer. El copista impugna en igual medida la universalidad que generaliza los derechos y las formas de vida, y las particularidades que hacen imposible la convivencia con el otro. Así, gracias a Deleuze se descifra a un Bartleby que perece de hambre a fuerza de preferir no comer. En ese tenor, la melancolía adquiere un halo de prestigio. Supone una profundidad de espíritu y el rechazo hacia un mundo que resulta ajeno o desconcertante. Lo interesante es mostrar que hay en esa disposición afectiva, recreada por la literatura, una posición ética y estética. Ahora bien, según plantea Žižek (2006), el gesto configurado en las palabras de Bartleby, se coloca en un registro distinto: interrumpe la inercia del propio orden simbólico, se rehúsa a participar en la circulación de la palabra y las demandas que le acompañan. En este punto no podemos olvidar al personaje de Kafka, aquel famoso ayunador que a fuerza de resistir los embates del hambre había conseguido hacerse de cierta fama, la suficiente para ser considerado un artista. Esa admirable condición lo llevaría, al terminar el cuento, a perderse entre el montón de paja que acondicionaba la jaula en la cual solía dar sus admirables exhibiciones. Débilmente, el artista del hambre lograría pronunciar sus últimas palabras, revelando el secreto de su maravillosa condición de ayunador, su increíble talento. El artista buscaba lo Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades que cualquier artista busca: admiración. Pero extrañamente no se sentía digno de alcanzarla. Y es que su talento no era tal, pues a este artista del hambre le resultaba imposible dejar de ayunar, ya que nunca había encontrado realmente una comida que le gustara… Si tal como hemos visto, se puede llegar a deducir una posición ética detrás de la melancolía, una manera de impugnar al sistema capitalista, de asumir un deseo que se ve obstruido e introducir dentro del sistema el mismo conflicto que divide al sujeto, en el caso de la depresión – tan de actualidad – no se puede hablar de profundidad, y mucho menos de una posición ética. La depresión es, ante todo, una hondura, un abismo que deja a un sujeto en la inacción. La depresión – junto con la ansiedad que suele venir aparejada – no habla, no increpa, no molesta. Se retira avergonzada, sin exigir. Nos parece crucial intentar ahondar en esto para contribuir a situarnos mejor en las coordenadas subjetivas contemporáneas. Aunque en cierto momento histórico, los términos melancolía y depresión empiezan a convivir, éste último entra relativamente tarde en el imaginario occidental. Melancolía fue avanzando a la par del proceso civilizatorio de occidentalización y su fuente nos conduce hasta la cultura griega y su tradición hipocrática. Pero el término depresión se introdujo en el campo de los trastornos mentales hasta el siglo XVIII. En 1725 se empleó en el contexto de las afecciones del humor para designar algunos estados de profunda tristeza. Luego, durante el siglo XIX, su uso se integra al sector médico, hasta que Wilhelm Grisinger lo postula como categoría diagnóstica – depresión mental – para referirse precisamente a los trastornos melancólicos. Kraepelin reafirma esta concepción en 1899, en el marco de sus observaciones clínicas y establece la categoría de “psicosis maniaco-depresiva” (Jackson, 1989). ¿Qué condiciones trajo consigo el siglo XX para que arraigara con tanta fuerza el término depresión? De acuerdo a Christian Dunker (2021), la depresión es contemporánea del romanticismo y está ligada a la representación visual de ese movimiento. El psicoanalista brasileño afirma que es una enfermedad escénica: el sujeto se convierte en un actor de la tragedia que describe. Toda persona pasa por experiencias que le llevan a experimentar momentos de tensión, intervalos entre la vida y la muerte, lo humano y lo inhumano, el escenario y el mundo. Estos intervalos son lugares de paso que el deprimido convierte en su morada. Así, tiempo y paisaje adquieren un papel protagónico en la percepción depresiva: la soledad, la desolación, el sujeto que se desvanece en lo infinito, no desde la comunión con la naturaleza, sino como desastre. De repente faltan los 62 Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades astros orientadores, se pierden las referencias y se impone el eclipse de sí mismo (Braunstein, 2012, p. 66). El deprimido, advierte Dunker, suele separar el mundo en dos aspectos presentes en la teoría de la representación visual: el color y la forma. Si la vida tiene orden, entonces carecerá de color y movimiento. Si hay color y movimiento, las formas perderán sus contornos. La representación gráfica explora en los rostros y las ruinas dos aspectos de la depresión. El rostro que individualiza, así como el color y movimiento en el que se estrella el sujeto, son dos aspectos del romanticismo que le interesan a este profesional. Entre las expresiones de arte que ponen de relieve el trastorno depresivo pueden recuperarse obras de Edward Munch, Edward Hopper y, por supuesto, de Vincent Van Gogh. No obstante, los temas que trabaja el pintor de paisajes William Turner, señalan el nacimiento de la depresión como condición autónoma. Hacen hincapié en la inmensidad del mundo y la pequeñez del ser humano. En Tormenta de nieve, pintó, un pequeño barco de vapor tratando de no sucumbir a la tormenta. La metáfora del naufragio para tratar de nombrar esta modalidad del sufrimiento psíquico que, además, deja fuera la forma. Imagen 1. “Snow Storm”, 1942. William Turner Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades La melancolía resaltaba las afecciones sobre el humor, señalando la incidencia sobre el estado de ánimo y la tristeza que invadía al sujeto, pero la depresión pronto entraría en un campo semántico que recalcaría la inacción – la incapacidad del individuo para actuar, para iniciar una acción – como afectación principal. El dolor reducido a un sentimiento de impotencia: el naufragio y el desastre. Esto definirá las aproximaciones terapéuticas a un sujeto cuyo ánimo es afectado de modo que puede darse cuenta del mal que le acontece, y sin embargo permanece incapaz de desprenderse de la perturbación. Entre la década de 1940 y 1970, las ideas que Pierre Janet había postulado comenzaron a tomar ventaja sobre aquel sujeto conflictual promulgado desde el psicoanálisis de Freud (Ehrenberg, 2000). Es importante observar que las ideas no perecen ni se borran definitivamente del imaginario colectivo, aunque entren esporádicamente en etapas de desuso. En el tejido simbólico y cultural que vertebra nuestras realidades, ciertas estructuras epistémicas suelen trasponerse de un siglo a otro, mientras respondan a preguntas vigentes o a inquietudes emergentes. Durante el siglo XIX aparecieron manuales de todo tipo que prescribían las maneras en que el ciudadano debía de conducirse para contribuir al bien de la sociedad. El tono de estos materiales era prescriptivo y moral, porque establecían “el deber ser” que vehiculizaba un ideal colectivo. Al cuidado se sumaba un interés superior representado por la comunidad, la patria o la sociedad (Narvaja, 2016). En esa empresa, los incipientes saberes psi inventaban un “hombre psicológico” y todo un lenguaje para aproximarse a él, con el fin de clasificarlo y corregirlo en el manicomio, en la cárcel o en la escuela, según ameritara el caso. En esa bisagra intersubjetiva fraguada entre siglos, el historiador Ely Zarestky (2017) sitúa el momento en el que surge el concepto de “vida íntima” y, con este, el reconocimiento de una zona intermedia entre los espacios privados y públicos. Con el surgimiento de los medios de comunicación de masas, a mediados del siglo XX, tomó nuevos vuelos la narrativa que apunta al cuidado de sí. Revistas, programas de radio y TV se vieron influenciados por un saber psicoterapéutico que incentivó a su público a tomar la salud mental en sus propias manos. Los ciudadanos fueron entonces compelidos a indagar en los malestares y en los dolores que les persiguen. Aquella transformación radical fue dando forma a un sujeto obligado, en adelante, a dilucidar por sí mismo su deseo, sus afectos y el horizonte de lo posible, pero pronto se erigieron los pilares de una industria que desplegaba una serie de elementos 64 Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades para facilitar la incursión en las almas individuales con el propósito de definir sus identidades. El siglo XX fue sin duda el “Siglo del Yo” (Curtis, 2002). Resultó imperioso articular todos los debates que surgían en el campo de los saberes psi e irlos desmenuzando en consejos prácticos de autoayuda para la superación personal, y plasmarlos en best-sellers destinados a un público general. Los límites de la vieja sociedad burguesa se iban franqueando y lo único que quedó prohibido para toda una generación que anhelaba ser libre a toda costa, fue la prohibición misma. Como señala Ehrenberg (2000), si Freud había descubierto a un sujeto marcado por la prohibición y el conflicto, cuya neurosis era al mismo tiempo causa de malestar y fundamento de la cultura, la nueva subjetividad que estaba en proceso de configurarse apuntaba a un sujeto que tenía que ser causa de sí mismo, a fuerza de perder los referentes del pasado que tradicionalmente servían para orientar la existencia. Con el paso de los años, la vieja neurosis y el conflicto psíquico, tan caros a Freud, fueron dejando su lugar a la irrupción diagnóstica, cada vez más frecuente, de distintas formas de depresión que no son más que el reverso de ese sujeto emprendedor y pretendidamente soberano que asume la obligación de hacerse a sí mismo. Apoyado solo en su propia fuerza, en su capacidad para transformarse y tener éxito, el individuo se ve atrapado en una narrativa en la cual el espacio público deja de ser el lugar donde se dirimen las contradicciones y los conflictos, para convertirse en un espacio vacío. En el mainstream y en la conversación médica el viejo conflicto psíquico y el horizonte político que dibujaba, al cuestionar la estructura de la subjetividad y sus límites, fue sustituido por saberes eclécticos y gurúes espirituales de toda índole. Emprendedores e instancias estatales que, de la mano de una industria cultural y publicitaria, promueven la búsqueda incesante de objetivos individuales, de acciones que conduzcan a depurar el camino a la realización personal. Con el avance de la lógica neoliberal y de su injerencia en nuestra vida íntima, en la década de 1980, los casos de depresión y ansiedad incrementaron considerablemente. Como ha explicitado Ángeles Eraña, el capitalismo es un sistema que “nace, crece y se reproduce en y por la injusticia; dicta las políticas económicas e instaura un modo de relacionarnos, de mirarnos y de decirnos”, por lo cual también “es una suerte de cincel de subjetividades hechas cuerpo” (Eraña, 2021, p. 59). En el fondo, el lenguaje psiquiátrico aloja el reclamo de Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades técnicas para ayudar a los sujetos a superar aquello que los detiene, que los empantana, que les impide avanzar a la par de los índices económicos. ¿Será que la depresión evidencia el cansancio de ser esa versión de uno mismo cuyo deber es alcanzar el éxito? Lo cierto es que adquiere sus contornos de enfermedad a finales del siglo XX, con toda su validez presuntamente objetiva. Con la particularidad de que ya no señala un dolor moral, sino la imposibilidad para actuar. La inhibición, la disminución de energía y la astenia se toman como características clave de esta modalidad del padecer. La neurobiología delinearía esta perspectiva al señalar una alteración o posible insuficiencia de algunos neurotransmisores, por ejemplo, la serotonina, indispensable para generar motivación y motricidad. Así, rasgos de la “neurosis de angustia”, identificada por Freud, de la “neurastenia” de Beard y la “psicastenia” de Janet pasaron a constituir lo que ahora conocemos como ataque de pánico y trastorno de ansiedad generalizada, mientras que la depresión ha ido integrando dentro de su cuadro de síntomas rasgos que antes parecían exclusivos de ciertas neurosis (Ehrenberg, 2000). ¿Se puede subvertir la condena a la precarización desde el cansancio? Depresión es una palabra que comúnmente se utiliza en nuestros días para referirnos a la caída del ánimo de una persona. Pasamos por alto que este vocablo ha estado relacionado con el campo económico, cuya tarea era dar cuenta de procesos, flujos y desplomes en las expectativas presupuestarias de una nación o de un mercado. A decir de Serge André (1995), cuando un término – un significante – se desplaza de un campo a otro suele arrastrar consigo una serie de prácticas. En este caso, la dimensión ideológica propia del término “depresión” en la esfera económica, revela que el desplazamiento es un síntoma de la crisis de la psiquiatría clásica. Es un indicio del abandono de su horizonte epistemológico elaborado a partir de la observación clínica y fenomenológica. Se optó, en su lugar, por delegar ese saber sobre el sufrimiento del sujeto a técnicas que escudriñan en la química cerebral un desequilibrio a restablecer, para aliviar la enfermedad. La entrada de los neurolépticos y antidepresivos en los más recientes esquemas de tratamiento implicó una actualización de la discusión sobre el sentido y pertinencia de las clasificaciones psiquiátricas y de las ideas freudianas, a la luz de las investigaciones neurológicas. Vistas desde el ángulo de una química cerebral con el potencial de alterar o de hacer fracasar las terapias psicológicas, la ansiedad y la depresión terminan siendo custodiadas por huestes 66 Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades de profesionales que, por lo general, son entrenados para no asumir en toda su complejidad las fuentes que originan índices cada vez más altos de estas modalidades de sufrimiento individual y de dolor social. Con la marcha del siglo XXI, el ciberespacio y las redes sociales inciden en la conformación de valores que estructuran nuestras formas de relacionarnos con los otros. Resignifican la memoria colectiva, construyen narrativas sobre las identidades, sobre las formas de preservar la memoria personal e inciden en la interpretación de la realidad. Modifican nuestra sensibilidad porque se asientan en una conectividad mediatizada por la interfaz de los dispositivos tecnológicos. No es extraño entonces que cada vez debamos esforzarnos más, si es que deseamos ser comprendidos por nuestros interlocutores. Luego de la crisis sanitaria global, queda la intuición de que todo ha cambiado para seguir igual. La precariedad, es una forma de gobierno que induce una forma inédita de subjetividad signada por la inducción de una actitud dócil y resignada, a través de la percepción permanente de inseguridad y de inestabilidad laboral. Son numerosos los autores que ven en la fatiga “el lugar más solitario de la desafección política y una dimensión somática de la crisis a la que nadie presta atención”, pero algunos como Vivian Abenshushan, eligen resaltar la potencia subversiva del cansancio, cuando este logra convertirse en un estímulo para politizar el malestar (Abenshushan, 2021). Aunque nos encantaría suscribir esa convicción, hemos escrito este ensayo con el propósito de aportar una problematización, a partir de lo que nos muestran cotidianamente padecimientos como la depresión y la ansiedad. Planteamos al comienzo que en la expresión “goblin mode” tiene cabida esa disposición afectiva tendiente a la huida del mundo, que nosotros sugerimos leer como una reacción agresiva a la demanda constante que los sujetos reciben para encajar en la maquinaria neoliberal. En ese sentido, Catherine Malabou (2008) puntualiza una proximidad entre la depresión como entidad psiquiátrica y la exclusión social. Recordando un concepto de Robert Castel, la filósofa hace notar la cercanía que existe entre la definición clínica de depresión – un sujeto que se ha retirado de sus relaciones sociales y vínculos familiares –, y el referente neuronal, cuando sus redes han dejado de garantizar las conexiones necesarias para que se mantenga activa la comunicación y el flujo de información. Por ello retoma el concepto de “desafiliación”, pues más que indicar una exclusión – una noción que borra los Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades matices del proceso mismo –, permite rastrear los mecanismos mediante los cuales un individuo va quedando paulatinamente desconectado de las redes de protección y de integración social que implica la pertenencia a un mundo laboral. La sensación de desconexión, el dolor psíquico implícito en esta vivencia de la imposibilidad de comunicarse y de hacer espacios para que aflore el deseo, es otra manera de nombrar la depresión. Franco “Bifo” Berardi (2017), por su parte, señala cómo estos flujos de información, la sobreestimulación que provoca el mundo digital en el individuo, engendran esa sensación de burnout o síndrome del quemado, una forma en la que la psiquiatría norteamericana empieza a clasificar el agotamiento laboral, que incorpora síntomas de ansiedad y depresión. Para el filósofo italiano, la “conectividad” – mantenida a través de dispositivos digitales – exige la adaptación a estructuras determinadas. Es un modelo de comunicación que establece de antemano las condiciones y límites para entrar en contacto con los demás, pero que no permite integrar elementos heterogéneos o señales discursivas no codificadas, que sí pueden tramitarse en persona y que ponen en acto la dimensión erótica del encuentro con los otros, con el misterio que irremediablemente nos representan. Así, la conectividad deja de ser funcional para una persona que se encuentra empantanada en los síntomas de cualquier diagnóstico identificado con la locura, y como es el modelo de comunicación que predomina actualmente, esto significa – para muchísimos sujetos – quedar fuera del vínculo social. La sensación de estar desconectado de todo y de todos, justo en la era de la hiperconectividad y el vértigo globalizador capitalista, la falta de significantes para designarla y para describir los aluviones emocionales que produce, hace aún más insufrible la experiencia. Con todo, toca reconocer que sirve de mucho abordar este cúmulo de impresiones paralizantes desde los vocablos “ansiedad” o “depresión”. Estas categorías diagnósticas – en contra de lo que el psicoanálisis suele promover – ayudan a los sujetos a encontrar coordenadas provisionales para empezar a confrontar su malestar y para comenzar a socializarlo con personas atravesando procesos similares. Para Berardi, el problema de esta alteración, inducida tanto por el capitalismo neoliberal como por el uso de las nuevas tecnologías que exigen una constante conexión a la red de producción, colocan al sujeto en una precariedad emocional alarmante. Porque la elaboración emocional requiere tiempo. En nuestra época, el tiempo destinado a pensar y a sentir está tan reducido, que la sociedad parece condenada a habitar en el centro 68 Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades de un torbellino. Se vive cada vez más en el marco de una disonancia temporal; el ritmo dislocado de los acontecimientos y la aceleración de la vida vuelven problemática la asimilación de las experiencias vitales (Berardi, 2017). Por consiguiente y de acuerdo a todo lo expuesto hasta aquí, pensamos que resulta necesario encontrar para las ciencias sociales y las humanidades, un elemento teórico común que nos permita articular aspectos tan disímbolos como la materialidad del orden neural, los mecanismos culturales que mantienen el equilibrio de nuestra presencia en el mundo, las nuevas formas en que la alteración de esos marcos simbólicos repercute en las subjetividades y la aparición de lo que se denomina trastornos mentales. Consideramos que la iniciativa pasa por recuperar, en primera instancia, el interés por comprender cómo es afectada la memoria en su funcionamiento, a raíz de los modos de vida que sostienen una estructura neoliberal que produce cada vez más desigualdad y distancia entre los individuos. En ese tenor, nos veremos en la posición de atender la hipertrofia de los mecanismos cerebrales que suscitan el miedo y la vergüenza (a menudo estimulados por la precariedad), como un problema tangible y digno de ser encarado.3 No sólo porque el miedo es la más política de las pasiones, sino porque durante la fase más reciente del capitalismo, la ansiedad se presenta como reverso del individuo avergonzado, al que se le devuelve su propia mirada. La ansiedad le sitúa frente al espeluznante abismo de su propia imagen, en un mundo en el que ya no alcanza a reconocerse, pero del cual tampoco puede dejar de ser parte. Sostenemos que un sujeto en medio de esa experiencia no podrá movilizarse ni conectar con ninguna causa política que apunte a la transformación de las condiciones de opresión. Si como exponía Maurice Halbwachs (2004), la memoria individual está entrelazada con la memoria colectiva y los marcos sociales sostienen las memorias individuales, ¿qué pasa cuando se debilita el soporte neural que elabora el recuerdo en el cerebro? ¿Será esto también el reflejo de que algo se debilita en lo colectivo? Es como si de cierta manera la memoria y sus soportes, tanto neuronales como culturales, quedaran desgastados bajo el peso del estrés. Los niveles altos de cortisol, que son el indicador sustancial del modo de vivir estresado y con miedo, invaden, dominan y erosionan la memoria individual y 3 Estos problemas están siendo tratados en el campo de la medicina desde el nuevo enfoque de la psiconeuroinmunoendocrinología, que demuestra los impactos fisiológicos que provoca el estrés emocional en el cuerpo. Tempo. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades tal vez sus soportes colectivos. Y de igual forma, los soportes colectivos, los entramados culturales que hacen posible y mantienen la memoria colectiva, una vez comprometidos y erosionados, tornan más nociva la acción de los agentes estresantes en los cuerpos de las personas. Esto dará paso a nuevas formas de subjetivación, otras formas de sufrimiento, otras maneras de concebir el espacio y las relaciones humanas para las nuevas generaciones. Los desafíos que vienen con las metamorfosis en curso van a requerir de toda nuestra creatividad y entereza. Haríamos bastante ya, si comenzamos a tomarlos en serio y a plantear estrategias para hacerles frente. Fuentes consultadas Abenshushan, V. (2021). “La subversión del cansancio”. Revista de la Universidad de México. André, S. (1995). La impostura perversa, Madrid. Paidós. Berardi, F. (2017). Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva. Buenos Aires. Caja Negra. Braunstein, N. (2012). La memoria del uno y la memoria del Otro, Inconsciente e historia. México. 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