La seducción del abismo. Una mirada retrospectiva a las
fuentes de la ansiedad y la depresión en el mundo globalizado
The Seduction of the Abyss. A retrospective glance at the
sources of anxiety and depression in the Globalized World
Mariana E. Reyna Chávez1
Carlos Noyola Juárez2
Resumen
El artículo presenta una revisión somera de las representaciones culturales del
sufrimiento psíquico vigentes entre los siglos XVIII y XIX. Traza un puente entre
éstas y las categorías psicopatológicas acuñadas en la transición hacia el siglo XX,
que dan cuenta de los modos de padecer que hoy se identifican como trastornos
ansiosos y depresivos. Desde los marcos de la historia intelectual y la historia
de los saberes psi, el texto es una invitación a pensar en las transformaciones
subjetivas que se han afianzado en el mundo desde la década de 1980, con el
apogeo del neoliberalismo y los avances de la era digital.
Palabras clave: depresión, ansiedad, globalización, sufrimiento psíquico,
historia
Abstract
The article presents a brief review of the cultural representations of mental
suffering in use between the 18th and 19th centuries. It draws a bridge between
psychopathological categories coined in the transition to the 20th century that
refer to the modes of suffering that today are identified as anxiety and depressive
disorders. From the frameworks of Intellectual History and the History of Psy
Cultures, this text is an invitation to look into the subjective transformations
that have taken hold in the world since the decade of 1980, with the rise of
neoliberalism and the technological advances of the digital age.
Mariana Reyna es profesora de Filosofía e Historia de la Ciencia y de Historia Intelectual en la
ENES UNAM-Morelia. Sus líneas de investigación se enfocan en la Historia de los saberes psi
en México y América Latina, movimientos sociales, cultura política y procesos de subjetivación
en las sociedades neoliberales.
2
Carlos Noyola Juárez es doctor en Historia por el Instituto de Investigaciones Históricas, se ha
especializado en la Historia de los saberes psi en México y Latinoamérica. Ha publicado diversos
artículos relacionados con la historia del psicoanálisis en México, la relación entre capitalismo y
trastornos mentales y la violencia en México.
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Keywords: depression, anxiety, globalization, psychic pain, history
Introducción
En el mundo contemporáneo son permanentes los flujos de retroalimentación
entre los sucesos que determinan el curso de las realidades locales y aquellos
que generan impacto en la dinámica global. La trama intersubjetiva que vertebra
nuestras relaciones con los otros, con el tejido simbólico y cultural, se ha vuelto
quizás más tangible para todos después de haber atravesado la experiencia de la
más reciente pandemia. En medio de la proliferación de fantasías tecnológicas
y de vencer a la vejez, ahora recordamos que somos frágiles y confirmamos
la materialidad de la interdependencia. Lo cierto es que el acontecimiento
traumático – la entrada en escena de un novel coronavirus – trastocó el orden
cotidiano y nos obliga a reconsiderar las consecuencias de sostener un sistema
económico afincado en la explotación voraz de todos los recursos que conforman
la red de la vida.
Una manera de tomar el pulso de las tendencias que marcan el Zeitgeist de
nuestra época es observar los significantes que se eligen para otorgar algo de
sentido a nuestra existencia y a nuestros quehaceres, pero también al horizonte
político que vamos construyendo. Cada que culmina un ciclo gregoriano, el
diccionario de Oxford elige una palabra o expresión que refleje las inquietudes
de los usuarios de internet y que contenga el potencial de adquirir una resonancia
cultural significativa. En 2016, en el marco del triunfo del Brexit en Gran Bretaña
y de Donald Trump en Estados Unidos, se reivindicó “posverdad” como palabra
del año. El origen del término puede rastrearse hasta la década de 1990 e indica
que “los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública,
que los llamamientos a la emoción y la creencia personal” (Fowks, 2018, p. 149).
El equipo de lingüistas de Oxford acierta al subrayar que resulta insoslayable
poner atención en dicho fenómeno porque hoy es visible en todos los recovecos
de la World Wide Web y, cada vez más frecuentemente, en la estructura política
de nuestras sociedades.
Las manifestaciones de esta postura intransigente, reforzadora de
sesgos cognitivos y que otorga más crédito a los prejuicios que a los datos,
también fueron advertidas por el documentalista británico Adam Curtis en
“Hypernormalization” (2016), un crudo ensayo visual que busca identificar las
transformaciones que apuntaló el modelo neoliberal en el campo de la política
cultural y en las subjetividades desde las últimas décadas del siglo XX. Curtis
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comparte un diagnóstico desolador con un compatriota suyo, Mark Fisher (2017),
quien acuñó la categoría de “realismo capitalista” para dar cuenta de la actitud
condescendiente y apática que prevalece entre las nuevas generaciones, aun
cuando les están arrebatando derechos conquistados en etapas históricas previas
por sus antecesores. Ambos pensadores detectan un rasgo que cruza todas las
capas sociales en estos tiempos de perplejidad: la incapacidad para indignarse
ante la imperante precarización.
Lo preconizó hace décadas la Dama de Hierro. Margaret Thatcher instaló en
el imaginario colectivo la consigna de que la batalla en defensa del neoliberalismo
iba más allá de la esfera económica: se trataba de conquistar el alma. Si, en
efecto, las tácticas neoliberales dieron resultado, y hemos interiorizado a tal
grado la convicción de que “no hay alternativa”, la creencia de que esta es la
única realidad posible para nosotros, entonces la seducción del abismo está a la
orden del día.
No es secreto para nadie que los trastornos mentales y los padecimientos
afectivos han despuntado y que no parece haber tregua en nuestro futuro
inmediato. Aunque se pueden encontrar reportajes periodísticos que intentan
despertar interés sobre el incremento de los suicidios entre los más jóvenes, es
un problema que todavía está por dimensionarse y atenderse en el plano de las
políticas públicas. Es una pandemia oculta que trata de paliarse con excesiva
medicación, sin explorar seriamente sus aristas socio-culturales. Es necesario
admitir que se han movilizado fuerzas de transformación muy poderosas en esta
era digital, pero con ellas parecen surgir resortes que, al tiempo que sentimos
avanzar, por ejemplo, en el territorio de la tecnología, nos hunden en atmósferas
afectivas demasiado cargadas y asfixiantes.
En 2022, el diccionario de Oxford – otra vez con tino – escogió “goblin mode”
(modo duende), por encima de “metaverso”, para describir cierta disposición
emocional dominante. Apuntaron que el término fue visto inicialmente en redes
en 2009, pero adquirió relevancia inusitada en el curso del confinamiento al
que fuimos sometidos. Así, entrar en “modo duende” significa actuar de forma
auto-complaciente y descuidada, perezosa, ambiciosa y glotona, despreciando
las expectativas, la normatividad y los estándares de belleza difundidos por los
medios masivos de comunicación.
Algo de la presión social que llevamos sobre nuestros hombros en la
actualidad está produciendo un reverso, y los individuos reportan la sensación
de quedar rebasados por las exigencias que se impusieron con la “vuelta a la
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normalidad”. No somos los mismos que hace cuarenta años; es evidente que
hubo cambios en las modalidades de subjetivación. Quizás para comprender
lo que ocurrió en este trayecto sea de provecho extender, aunque sea por un
momento, el alcance de la mirada y de la reflexión a otras temporalidades y otras
discusiones sobre los modos de padecer que hoy identificamos como trastornos
ansiosos y depresivos, que tanto agotamiento provocan a las mentes de nuestra
generación.
Esbozo arqueológico del naufragio o una historia del desastre
“Abarcar el espacio es negociar con el vacío”.
Bruno Darío.
A finales del siglo XIX, la neurosis se constituyó como categoría clínica en
torno a dos grandes polos de discusión. El freudiano, que establecía como base
de la experiencia neurótica la culpabilidad, que hacía que compareciera un
sujeto divido por un conflicto psíquico fuera del radio de su comprensión, pero
manifestado por medio de un sinfín de formaciones del inconsciente. Un sujeto
conflictuado pues por su deseo, oscilando entre lo que le era permitido y lo que
tenía prohibido.
En el otro polo, se sostenía la noción defendida por el psiquiatra francés
Pierre Janet, acérrimo detractor de Freud, que rescataba al sujeto marcado
por una debilidad hereditaria que estrechaba su campo de conciencia. En el
pensamiento de Janet no resultaba operativo subrayar un conflicto psíquico; antes
bien se trataba de justificar una cierta insuficiencia del individuo, que terminaba
alejándolo de los parámetros deseados de normalidad.
Ya adelantado el siglo XX, estos dos modelos clínicos se colocaron en el
centro del debate desplegado en el terreno de la psicopatología, con el fin de
establecer los síntomas de lo que vendría a ser nombrado “trastorno depresivo”,
pero se hubo de acudir, así mismo, a otras clasificaciones de larga data, como
la neurastenia y la melancolía. El neuropsiquiatra mexicano Jesús RamírezBermúdez (2022) ha sugerido que es relevante conocer la dimensión del
padecer como una noción legítima de lo patológico, donde convergen la cultura
médica, la cultura popular y la cultura de las humanidades. Es en este punto
donde puede que convenga hacer el esfuerzo de plantear contrapuntos entre las
representaciones del sufrimiento psíquico que se fueron instalando en nuestros
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esquemas de percepción a lo largo del tiempo. Proponemos embarcarnos pues en
un esbozo de historización en torno del desastre. ¿Nos acompañas?
La melancolía solía ser equiparada a la tuberculosis. Eran enfermedades que
habían adquirido un halo mítico en las representaciones culturales, ya que se
les vinculaba con la creación y la sensibilidad. Se pensó que lindaban con la
espiritualización del saber porque afectaban a hombres de genio. El melancólico
era una figura que encarnaba la tristeza y la profundidad, razón por la cual su
figura fue promovida en ambientes bohemios y literarios. Entre finales del siglo
XVIII y principios del XIX surgió una concepción de la melancolía que quedó
plasmada en la literatura del Romanticismo, destacando la experiencia afectiva,
la tendencia a la soledad y al retraimiento de un mundo que se percibía extraño
y decepcionante. Así, la huida del mundo se convierte en un tópico recurrente
entre poetas, filósofos y escritores, ensalzando la presencia de un sujeto que vive
angustiosamente sus propias emociones.
En 1783 – siete años después de su muerte – apareció publicado el tratado
que David Hume había dedicado al tema del suicidio. El ensayo había sido
redactado alrededor del año de 1756, pero el temor a la censura oficial obligó
tanto a Hume como a su editor a retirar el escrito de un libro que contenía
otros textos, y que estaba próximo a publicarse. La postura que asumía Hume
justificaba sus temores (Muñoz, 2002). Más allá de la visión religiosa, que lo
consideraba como un atentado contra Dios y contra la sociedad, Hume veía en el
suicidio un acto de libertad. La discusión estaba abierta y continuaría circulando
entre las reflexiones que fueron parte de la Ilustración.
A las meditaciones de Hume se sumarían las de Rousseau en su novela
epistolar Julia, o la nueva Eloísa y, dos años antes del fallecimiento de Hume, fue
editada Las penas del joven Werther. La novela epistolar de Goethe anticipaba
el auge del Romanticismo, que apostaba por la exaltación de los sentimientos
y de la individualidad. Cuando por una decepción amorosa el joven Werther
decide poner fin a su vida, sus cartas quedan como testimonio de sus desventuras
y la popularización de esa historia contribuyó a consolidar una propensión a
explicar el acto suicida con base en los rasgos que presuntamente aquejaban al
melancólico.
Tenemos entonces que, durante esa transición entre siglos, colmada de
expresiones intelectuales y de transformaciones socio-culturales, la idea que se
tenía del suicidio orbitó entre la visión de pecado sostenida por la Iglesia, la
acción libre y racional de un individuo, de acuerdo con Hume, y la decisión
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voluntaria y pasional, que popularizara Goethe. A contraluz del estigma del
pecado, se colocaba la libertad jurídica y moral del individuo y, más tarde, el
vitalismo también aportaría sus propios juicios al poner en el centro la voluntad
de vivir.
Dos personajes literarios del siglo XX que ejemplifican los contornos
complejos de la melancolía son Bartleby, – personaje creado por Herman Melville
– y el artista del hambre, – de Kafka –. Reflejan no solo esta caracterización
del padecer que se elaboró desde la literatura, sino la manera en que desde esa
trinchera se esgrimió una visión romántica en torno del retraimiento melancólico,
que lo ensalzaba por considerar que podía llegar a impugnar el capitalismo y el
vértigo de la vida moderna.
Tanto Gilles Deleuze como Slavoj Žižek han revisitado el cuento de
Melville. El análisis de estos filósofos gira alrededor de la fórmula que utiliza
Bartleby para lidiar con el orden simbólico, en concreto con su expresión
recurrente: “preferiría no”. Con Deleuze (2004), Bartleby queda en la línea del
loco sublime, por lo menos en la posición de aquel que con sus actos impugna
ese mundo en el que no se reconoce, y mina desde abajo el orden existente. Es
desde esa óptica un loco que linda en la anorexia y, al final de sus días, prefiere
no comer. El copista impugna en igual medida la universalidad que generaliza
los derechos y las formas de vida, y las particularidades que hacen imposible
la convivencia con el otro. Así, gracias a Deleuze se descifra a un Bartleby que
perece de hambre a fuerza de preferir no comer.
En ese tenor, la melancolía adquiere un halo de prestigio. Supone una
profundidad de espíritu y el rechazo hacia un mundo que resulta ajeno o
desconcertante. Lo interesante es mostrar que hay en esa disposición afectiva,
recreada por la literatura, una posición ética y estética. Ahora bien, según plantea
Žižek (2006), el gesto configurado en las palabras de Bartleby, se coloca en un
registro distinto: interrumpe la inercia del propio orden simbólico, se rehúsa a
participar en la circulación de la palabra y las demandas que le acompañan. En este
punto no podemos olvidar al personaje de Kafka, aquel famoso ayunador que a
fuerza de resistir los embates del hambre había conseguido hacerse de cierta fama,
la suficiente para ser considerado un artista. Esa admirable condición lo llevaría,
al terminar el cuento, a perderse entre el montón de paja que acondicionaba
la jaula en la cual solía dar sus admirables exhibiciones. Débilmente, el artista
del hambre lograría pronunciar sus últimas palabras, revelando el secreto de su
maravillosa condición de ayunador, su increíble talento. El artista buscaba lo
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que cualquier artista busca: admiración. Pero extrañamente no se sentía digno
de alcanzarla. Y es que su talento no era tal, pues a este artista del hambre le
resultaba imposible dejar de ayunar, ya que nunca había encontrado realmente
una comida que le gustara…
Si tal como hemos visto, se puede llegar a deducir una posición ética detrás de
la melancolía, una manera de impugnar al sistema capitalista, de asumir un deseo
que se ve obstruido e introducir dentro del sistema el mismo conflicto que divide
al sujeto, en el caso de la depresión – tan de actualidad – no se puede hablar de
profundidad, y mucho menos de una posición ética. La depresión es, ante todo,
una hondura, un abismo que deja a un sujeto en la inacción. La depresión – junto
con la ansiedad que suele venir aparejada – no habla, no increpa, no molesta. Se
retira avergonzada, sin exigir. Nos parece crucial intentar ahondar en esto para
contribuir a situarnos mejor en las coordenadas subjetivas contemporáneas.
Aunque en cierto momento histórico, los términos melancolía y depresión
empiezan a convivir, éste último entra relativamente tarde en el imaginario
occidental. Melancolía fue avanzando a la par del proceso civilizatorio de
occidentalización y su fuente nos conduce hasta la cultura griega y su tradición
hipocrática. Pero el término depresión se introdujo en el campo de los trastornos
mentales hasta el siglo XVIII. En 1725 se empleó en el contexto de las afecciones
del humor para designar algunos estados de profunda tristeza. Luego, durante
el siglo XIX, su uso se integra al sector médico, hasta que Wilhelm Grisinger
lo postula como categoría diagnóstica – depresión mental – para referirse
precisamente a los trastornos melancólicos. Kraepelin reafirma esta concepción
en 1899, en el marco de sus observaciones clínicas y establece la categoría de
“psicosis maniaco-depresiva” (Jackson, 1989).
¿Qué condiciones trajo consigo el siglo XX para que arraigara con tanta
fuerza el término depresión? De acuerdo a Christian Dunker (2021), la depresión
es contemporánea del romanticismo y está ligada a la representación visual
de ese movimiento. El psicoanalista brasileño afirma que es una enfermedad
escénica: el sujeto se convierte en un actor de la tragedia que describe. Toda
persona pasa por experiencias que le llevan a experimentar momentos de tensión,
intervalos entre la vida y la muerte, lo humano y lo inhumano, el escenario y el
mundo. Estos intervalos son lugares de paso que el deprimido convierte en su
morada. Así, tiempo y paisaje adquieren un papel protagónico en la percepción
depresiva: la soledad, la desolación, el sujeto que se desvanece en lo infinito, no
desde la comunión con la naturaleza, sino como desastre. De repente faltan los
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astros orientadores, se pierden las referencias y se impone el eclipse de sí mismo
(Braunstein, 2012, p. 66).
El deprimido, advierte Dunker, suele separar el mundo en dos aspectos
presentes en la teoría de la representación visual: el color y la forma. Si la vida
tiene orden, entonces carecerá de color y movimiento. Si hay color y movimiento,
las formas perderán sus contornos. La representación gráfica explora en los
rostros y las ruinas dos aspectos de la depresión. El rostro que individualiza, así
como el color y movimiento en el que se estrella el sujeto, son dos aspectos del
romanticismo que le interesan a este profesional. Entre las expresiones de arte
que ponen de relieve el trastorno depresivo pueden recuperarse obras de Edward
Munch, Edward Hopper y, por supuesto, de Vincent Van Gogh. No obstante, los
temas que trabaja el pintor de paisajes William Turner, señalan el nacimiento de
la depresión como condición autónoma. Hacen hincapié en la inmensidad del
mundo y la pequeñez del ser humano. En Tormenta de nieve, pintó, un pequeño
barco de vapor tratando de no sucumbir a la tormenta. La metáfora del naufragio
para tratar de nombrar esta modalidad del sufrimiento psíquico que, además,
deja fuera la forma.
Imagen 1. “Snow Storm”, 1942. William Turner
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La melancolía resaltaba las afecciones sobre el humor, señalando la
incidencia sobre el estado de ánimo y la tristeza que invadía al sujeto, pero la
depresión pronto entraría en un campo semántico que recalcaría la inacción – la
incapacidad del individuo para actuar, para iniciar una acción – como afectación
principal. El dolor reducido a un sentimiento de impotencia: el naufragio y el
desastre. Esto definirá las aproximaciones terapéuticas a un sujeto cuyo ánimo
es afectado de modo que puede darse cuenta del mal que le acontece, y sin
embargo permanece incapaz de desprenderse de la perturbación. Entre la década
de 1940 y 1970, las ideas que Pierre Janet había postulado comenzaron a tomar
ventaja sobre aquel sujeto conflictual promulgado desde el psicoanálisis de
Freud (Ehrenberg, 2000).
Es importante observar que las ideas no perecen ni se borran definitivamente
del imaginario colectivo, aunque entren esporádicamente en etapas de desuso. En
el tejido simbólico y cultural que vertebra nuestras realidades, ciertas estructuras
epistémicas suelen trasponerse de un siglo a otro, mientras respondan a preguntas
vigentes o a inquietudes emergentes. Durante el siglo XIX aparecieron manuales
de todo tipo que prescribían las maneras en que el ciudadano debía de conducirse
para contribuir al bien de la sociedad. El tono de estos materiales era prescriptivo
y moral, porque establecían “el deber ser” que vehiculizaba un ideal colectivo.
Al cuidado se sumaba un interés superior representado por la comunidad, la
patria o la sociedad (Narvaja, 2016). En esa empresa, los incipientes saberes
psi inventaban un “hombre psicológico” y todo un lenguaje para aproximarse
a él, con el fin de clasificarlo y corregirlo en el manicomio, en la cárcel o en la
escuela, según ameritara el caso.
En esa bisagra intersubjetiva fraguada entre siglos, el historiador Ely
Zarestky (2017) sitúa el momento en el que surge el concepto de “vida íntima”
y, con este, el reconocimiento de una zona intermedia entre los espacios
privados y públicos. Con el surgimiento de los medios de comunicación de
masas, a mediados del siglo XX, tomó nuevos vuelos la narrativa que apunta al
cuidado de sí. Revistas, programas de radio y TV se vieron influenciados por
un saber psicoterapéutico que incentivó a su público a tomar la salud mental
en sus propias manos. Los ciudadanos fueron entonces compelidos a indagar
en los malestares y en los dolores que les persiguen. Aquella transformación
radical fue dando forma a un sujeto obligado, en adelante, a dilucidar por
sí mismo su deseo, sus afectos y el horizonte de lo posible, pero pronto se
erigieron los pilares de una industria que desplegaba una serie de elementos
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para facilitar la incursión en las almas individuales con el propósito de definir
sus identidades.
El siglo XX fue sin duda el “Siglo del Yo” (Curtis, 2002). Resultó imperioso
articular todos los debates que surgían en el campo de los saberes psi e irlos
desmenuzando en consejos prácticos de autoayuda para la superación personal,
y plasmarlos en best-sellers destinados a un público general. Los límites de la
vieja sociedad burguesa se iban franqueando y lo único que quedó prohibido
para toda una generación que anhelaba ser libre a toda costa, fue la prohibición
misma.
Como señala Ehrenberg (2000), si Freud había descubierto a un sujeto
marcado por la prohibición y el conflicto, cuya neurosis era al mismo tiempo
causa de malestar y fundamento de la cultura, la nueva subjetividad que estaba
en proceso de configurarse apuntaba a un sujeto que tenía que ser causa de sí
mismo, a fuerza de perder los referentes del pasado que tradicionalmente servían
para orientar la existencia. Con el paso de los años, la vieja neurosis y el conflicto
psíquico, tan caros a Freud, fueron dejando su lugar a la irrupción diagnóstica,
cada vez más frecuente, de distintas formas de depresión que no son más que
el reverso de ese sujeto emprendedor y pretendidamente soberano que asume la
obligación de hacerse a sí mismo.
Apoyado solo en su propia fuerza, en su capacidad para transformarse y tener
éxito, el individuo se ve atrapado en una narrativa en la cual el espacio público
deja de ser el lugar donde se dirimen las contradicciones y los conflictos, para
convertirse en un espacio vacío. En el mainstream y en la conversación médica
el viejo conflicto psíquico y el horizonte político que dibujaba, al cuestionar la
estructura de la subjetividad y sus límites, fue sustituido por saberes eclécticos y
gurúes espirituales de toda índole. Emprendedores e instancias estatales que, de
la mano de una industria cultural y publicitaria, promueven la búsqueda incesante
de objetivos individuales, de acciones que conduzcan a depurar el camino a la
realización personal.
Con el avance de la lógica neoliberal y de su injerencia en nuestra vida
íntima, en la década de 1980, los casos de depresión y ansiedad incrementaron
considerablemente. Como ha explicitado Ángeles Eraña, el capitalismo es un
sistema que “nace, crece y se reproduce en y por la injusticia; dicta las políticas
económicas e instaura un modo de relacionarnos, de mirarnos y de decirnos”,
por lo cual también “es una suerte de cincel de subjetividades hechas cuerpo”
(Eraña, 2021, p. 59). En el fondo, el lenguaje psiquiátrico aloja el reclamo de
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técnicas para ayudar a los sujetos a superar aquello que los detiene, que los
empantana, que les impide avanzar a la par de los índices económicos.
¿Será que la depresión evidencia el cansancio de ser esa versión de uno
mismo cuyo deber es alcanzar el éxito? Lo cierto es que adquiere sus contornos
de enfermedad a finales del siglo XX, con toda su validez presuntamente objetiva.
Con la particularidad de que ya no señala un dolor moral, sino la imposibilidad
para actuar. La inhibición, la disminución de energía y la astenia se toman como
características clave de esta modalidad del padecer. La neurobiología delinearía
esta perspectiva al señalar una alteración o posible insuficiencia de algunos
neurotransmisores, por ejemplo, la serotonina, indispensable para generar
motivación y motricidad. Así, rasgos de la “neurosis de angustia”, identificada
por Freud, de la “neurastenia” de Beard y la “psicastenia” de Janet pasaron a
constituir lo que ahora conocemos como ataque de pánico y trastorno de ansiedad
generalizada, mientras que la depresión ha ido integrando dentro de su cuadro
de síntomas rasgos que antes parecían exclusivos de ciertas neurosis (Ehrenberg,
2000).
¿Se puede subvertir la condena a la precarización desde el cansancio?
Depresión es una palabra que comúnmente se utiliza en nuestros días
para referirnos a la caída del ánimo de una persona. Pasamos por alto que este
vocablo ha estado relacionado con el campo económico, cuya tarea era dar
cuenta de procesos, flujos y desplomes en las expectativas presupuestarias de
una nación o de un mercado. A decir de Serge André (1995), cuando un término
– un significante – se desplaza de un campo a otro suele arrastrar consigo una
serie de prácticas. En este caso, la dimensión ideológica propia del término
“depresión” en la esfera económica, revela que el desplazamiento es un síntoma
de la crisis de la psiquiatría clásica. Es un indicio del abandono de su horizonte
epistemológico elaborado a partir de la observación clínica y fenomenológica.
Se optó, en su lugar, por delegar ese saber sobre el sufrimiento del sujeto a
técnicas que escudriñan en la química cerebral un desequilibrio a restablecer,
para aliviar la enfermedad.
La entrada de los neurolépticos y antidepresivos en los más recientes
esquemas de tratamiento implicó una actualización de la discusión sobre
el sentido y pertinencia de las clasificaciones psiquiátricas y de las ideas
freudianas, a la luz de las investigaciones neurológicas. Vistas desde el ángulo de
una química cerebral con el potencial de alterar o de hacer fracasar las terapias
psicológicas, la ansiedad y la depresión terminan siendo custodiadas por huestes
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de profesionales que, por lo general, son entrenados para no asumir en toda
su complejidad las fuentes que originan índices cada vez más altos de estas
modalidades de sufrimiento individual y de dolor social.
Con la marcha del siglo XXI, el ciberespacio y las redes sociales inciden
en la conformación de valores que estructuran nuestras formas de relacionarnos
con los otros. Resignifican la memoria colectiva, construyen narrativas sobre
las identidades, sobre las formas de preservar la memoria personal e inciden
en la interpretación de la realidad. Modifican nuestra sensibilidad porque se
asientan en una conectividad mediatizada por la interfaz de los dispositivos
tecnológicos. No es extraño entonces que cada vez debamos esforzarnos más,
si es que deseamos ser comprendidos por nuestros interlocutores. Luego de la
crisis sanitaria global, queda la intuición de que todo ha cambiado para seguir
igual.
La precariedad, es una forma de gobierno que induce una forma inédita
de subjetividad signada por la inducción de una actitud dócil y resignada, a
través de la percepción permanente de inseguridad y de inestabilidad laboral.
Son numerosos los autores que ven en la fatiga “el lugar más solitario de la
desafección política y una dimensión somática de la crisis a la que nadie presta
atención”, pero algunos como Vivian Abenshushan, eligen resaltar la potencia
subversiva del cansancio, cuando este logra convertirse en un estímulo para
politizar el malestar (Abenshushan, 2021).
Aunque nos encantaría suscribir esa convicción, hemos escrito este ensayo
con el propósito de aportar una problematización, a partir de lo que nos muestran
cotidianamente padecimientos como la depresión y la ansiedad. Planteamos
al comienzo que en la expresión “goblin mode” tiene cabida esa disposición
afectiva tendiente a la huida del mundo, que nosotros sugerimos leer como una
reacción agresiva a la demanda constante que los sujetos reciben para encajar en
la maquinaria neoliberal.
En ese sentido, Catherine Malabou (2008) puntualiza una proximidad entre
la depresión como entidad psiquiátrica y la exclusión social. Recordando un
concepto de Robert Castel, la filósofa hace notar la cercanía que existe entre la
definición clínica de depresión – un sujeto que se ha retirado de sus relaciones
sociales y vínculos familiares –, y el referente neuronal, cuando sus redes han
dejado de garantizar las conexiones necesarias para que se mantenga activa
la comunicación y el flujo de información. Por ello retoma el concepto de
“desafiliación”, pues más que indicar una exclusión – una noción que borra los
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matices del proceso mismo –, permite rastrear los mecanismos mediante los
cuales un individuo va quedando paulatinamente desconectado de las redes de
protección y de integración social que implica la pertenencia a un mundo laboral.
La sensación de desconexión, el dolor psíquico implícito en esta vivencia
de la imposibilidad de comunicarse y de hacer espacios para que aflore el
deseo, es otra manera de nombrar la depresión. Franco “Bifo” Berardi (2017),
por su parte, señala cómo estos flujos de información, la sobreestimulación que
provoca el mundo digital en el individuo, engendran esa sensación de burnout
o síndrome del quemado, una forma en la que la psiquiatría norteamericana
empieza a clasificar el agotamiento laboral, que incorpora síntomas de ansiedad
y depresión.
Para el filósofo italiano, la “conectividad” – mantenida a través de
dispositivos digitales – exige la adaptación a estructuras determinadas. Es un
modelo de comunicación que establece de antemano las condiciones y límites
para entrar en contacto con los demás, pero que no permite integrar elementos
heterogéneos o señales discursivas no codificadas, que sí pueden tramitarse en
persona y que ponen en acto la dimensión erótica del encuentro con los otros,
con el misterio que irremediablemente nos representan. Así, la conectividad deja
de ser funcional para una persona que se encuentra empantanada en los síntomas
de cualquier diagnóstico identificado con la locura, y como es el modelo de
comunicación que predomina actualmente, esto significa – para muchísimos
sujetos – quedar fuera del vínculo social.
La sensación de estar desconectado de todo y de todos, justo en la era de la
hiperconectividad y el vértigo globalizador capitalista, la falta de significantes
para designarla y para describir los aluviones emocionales que produce, hace
aún más insufrible la experiencia. Con todo, toca reconocer que sirve de mucho
abordar este cúmulo de impresiones paralizantes desde los vocablos “ansiedad”
o “depresión”. Estas categorías diagnósticas – en contra de lo que el psicoanálisis
suele promover – ayudan a los sujetos a encontrar coordenadas provisionales
para empezar a confrontar su malestar y para comenzar a socializarlo con
personas atravesando procesos similares. Para Berardi, el problema de esta
alteración, inducida tanto por el capitalismo neoliberal como por el uso de las
nuevas tecnologías que exigen una constante conexión a la red de producción,
colocan al sujeto en una precariedad emocional alarmante. Porque la elaboración
emocional requiere tiempo. En nuestra época, el tiempo destinado a pensar y a
sentir está tan reducido, que la sociedad parece condenada a habitar en el centro
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de un torbellino. Se vive cada vez más en el marco de una disonancia temporal;
el ritmo dislocado de los acontecimientos y la aceleración de la vida vuelven
problemática la asimilación de las experiencias vitales (Berardi, 2017).
Por consiguiente y de acuerdo a todo lo expuesto hasta aquí, pensamos que
resulta necesario encontrar para las ciencias sociales y las humanidades, un
elemento teórico común que nos permita articular aspectos tan disímbolos como
la materialidad del orden neural, los mecanismos culturales que mantienen el
equilibrio de nuestra presencia en el mundo, las nuevas formas en que la alteración
de esos marcos simbólicos repercute en las subjetividades y la aparición de lo
que se denomina trastornos mentales. Consideramos que la iniciativa pasa por
recuperar, en primera instancia, el interés por comprender cómo es afectada la
memoria en su funcionamiento, a raíz de los modos de vida que sostienen una
estructura neoliberal que produce cada vez más desigualdad y distancia entre los
individuos.
En ese tenor, nos veremos en la posición de atender la hipertrofia de los
mecanismos cerebrales que suscitan el miedo y la vergüenza (a menudo
estimulados por la precariedad), como un problema tangible y digno de ser
encarado.3 No sólo porque el miedo es la más política de las pasiones, sino porque
durante la fase más reciente del capitalismo, la ansiedad se presenta como reverso
del individuo avergonzado, al que se le devuelve su propia mirada. La ansiedad
le sitúa frente al espeluznante abismo de su propia imagen, en un mundo en el
que ya no alcanza a reconocerse, pero del cual tampoco puede dejar de ser parte.
Sostenemos que un sujeto en medio de esa experiencia no podrá movilizarse
ni conectar con ninguna causa política que apunte a la transformación de las
condiciones de opresión.
Si como exponía Maurice Halbwachs (2004), la memoria individual está
entrelazada con la memoria colectiva y los marcos sociales sostienen las
memorias individuales, ¿qué pasa cuando se debilita el soporte neural que
elabora el recuerdo en el cerebro? ¿Será esto también el reflejo de que algo se
debilita en lo colectivo? Es como si de cierta manera la memoria y sus soportes,
tanto neuronales como culturales, quedaran desgastados bajo el peso del estrés.
Los niveles altos de cortisol, que son el indicador sustancial del modo de vivir
estresado y con miedo, invaden, dominan y erosionan la memoria individual y
3
Estos problemas están siendo tratados en el campo de la medicina desde el nuevo enfoque de la
psiconeuroinmunoendocrinología, que demuestra los impactos fisiológicos que provoca el estrés
emocional en el cuerpo.
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tal vez sus soportes colectivos. Y de igual forma, los soportes colectivos, los
entramados culturales que hacen posible y mantienen la memoria colectiva, una
vez comprometidos y erosionados, tornan más nociva la acción de los agentes
estresantes en los cuerpos de las personas. Esto dará paso a nuevas formas de
subjetivación, otras formas de sufrimiento, otras maneras de concebir el espacio
y las relaciones humanas para las nuevas generaciones. Los desafíos que vienen
con las metamorfosis en curso van a requerir de toda nuestra creatividad y
entereza. Haríamos bastante ya, si comenzamos a tomarlos en serio y a plantear
estrategias para hacerles frente.
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